lunes, 17 de noviembre de 2014

Una mañana (cualquiera) de domingo

(also known as, Otoño en Madrid)

En la terraza el aire húmedo de la mañana se expande por mis pulmones y espabila mi rostro. Fumo lentamente y miro en derredor. El cielo, con una tonalidad diferente entre el este y el oeste, las formas, colores y actitudes caprichosas de las nubes -densas, tenues, blancas, grises, quedas, viajeras-; las tonalidades de las hojas; la variedad gozosa de los árboles – plátanos robustos, de corteza fina y moteada; olivos nudosos, retorcidos, pequeños y sólidos a la par; altos  cipreses, afilados y esbeltos, con forma de plumero, de silueta impecable, recortada en el horizonte; languidez romántica de sauces; las pequeñas hojas de color corinto oscuro de "esos otros" que mi verbo urbanita, hecho de metro(politano), u-ese-bés, wifis y bluetoothes –or should I say blueteeth? But who the hell chose that absurd name, a blue tooth?- no sabe nombrar.

©Autor desconocido. Imagen tomada de www.fonditos.com

Oigo el rasgado  violento de una persiana que sube, abriéndose a la luz de un nuevo día, como un poco antes lo haría el párpado de quien la acciona, a la niña de abajo que llama a su madre y veo a las aves volar, ora batiendo enérgicas las alas, ora planeando plácidamente, como sin esfuerzo, con un algo como de juego y exhibicionismo o alarde; un vencejo de vuelo elegante, una paloma silvestre, más pesada, pero que se posa en perfecta maniobra sobre la rama de un sólido pino, cuyas hojas lucen en mitad del otoño un verde incombustible y perenne, se diría que orgullosas ante el declive de sus vecinos.

Las envidio, a las aves. Puedo nadar y bucear como un pez, correr como una gacela, saltar como un saltamontes (o casi); pero no puedo volar. Dentro de unas horas yo seré parte del cielo, estaré metido en esa cápsula en la que cada semana recorro algo más de tres mil kilómetros, y veré el mundo desde esa altura que lo convierte en maqueta, que da a las cosas y a las personas su verdadera dimensión, de minucia en la inmensidad de la Tierra y aun ésta liliputiense en lo magno de la galaxia y ésta, a su vez, en la inmensidad inconcebible del Universo. ¿Pero cómo puede haber personas que se crean importantes? ¡Hay que ser idiota! Somos menos que gotas de agua en la inmensidad del Océano, menos que segundos en la eternidad del tiempo.

Ahora la Tierra es de las aves, de la vegetación y de las cosas, esos artificios del ingenio y la laboriosidad humana que están ahí, inútiles en su espera, sin más utilidad que ser contempladas por los ojos de algún madrugador o sirviendo de apoyo circunstancial a algún que otro pájaro,  en una espera inútil, aguardando que en unas horas sus dueños y creadores se valgan de ellas, y les den una apariencia de vida. Humanos,  tan ingeniosos y trabajadores, tan incapaces de dejar las cosas como están, siempre transformándolas, ora erigiéndolas, ora derribándolas, impacientes, volubles, sin dejar siquiera que sea el tiempo quien se encargue de esa labor. Un ingenio puesto, por ejemplo, al servicio de algo en el fondo tan primario como esa piscina que tengo delante. Encerrar agua en un hoyo estanco que se cava en la tierra y en el que la gente se remoja cuando hace calor. Tan elemental como los hipopótamos que buscan una charca en África.

A esta hora la Tierra es de ellos, de las aves, de los árboles, de los gusanos y lombrices que no veo desde el balcón, pero que sé están ahí, reptando sobre la tierra o moviéndose bajo ella, del musgo que prolifera en la cara de umbría de piedras y troncos.

Casi todos los humanos dormitan aún en su tregua de pereza dominical, y yo contemplo la belleza de ese otro mundo anterior, de sus restos, más bien, mitad casuales o dados, mitad producto del incansable homo faber, que se afana en decorar su entorno con lo que su propia acción ha destruido previamente.  Hace y deshace, deshace y hace, derriba y levanta, y en esa dudosa acción, transcurren los setenta, ochenta o noventa años que suele durar su existencia, inmerso en un señuelo de importancia, de permanencia, de durabilidad, de capacidad de influir, modificar, enredado en mil afanes y conflictos, cegado por una prisa ridícula que lo incapacita para el sosiego, lo enerva e inquieta, una angustia o comezón por hacer más, más deprisa, por estar en más sitios, loco por llenar su agenda más y más, en vez de menos y mejor, corriendo presuroso, peleado con el reloj, su medida del tiempo, sempiternamente escaso de él, rehén de su obsesión por medirlo todo; tenso, ocupadísimo y frenético haciendo nada y camino de lo mismo. Y, lo que es peor, quizás hostil y belicoso hacia otros compañeros de pasaje en el periplo del absurdo.

Y recuerdo estos versos de JoséHierro (Madrid 1922-2002)[1]:

Grito «¡Todo!», y el eco dice «¡Nada!».
Grito «¡Nada!», y el eco dice «¡Todo!».


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José Hierro del Real, nació en Madrid, el 3 de abril de 1922.
Entre otros galardones importantes obtuvo:
El Premio Cervantes en 1998.
El Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1981.
Murió en Madrid, el 21 de diciembre de 2002.
©Foto y texto pie de foto, Trianarts.com


[1] VIDA

A Paula Romero

Después de todo, todo ha sido nada,
a pesar de que un día lo fue todo.
Después de nada, o después de todo
supe que todo no era más que nada.

Grito «¡Todo!», y el eco dice «¡Nada!».
Grito «¡Nada!», y el eco dice «¡Todo!».
Ahora sé que la nada lo era todo,
y todo era ceniza de la nada.

No queda nada de lo que fue nada.
(Era ilusión lo que creía todo
y que, en definitiva, era la nada.)

Qué más da que la nada fuera nada
si más nada será, después de todo,
después de tanto todo para nada.

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